No creo en los amores de película

El amor nos vuelve a tod@s un poquito gilipollas. Esto es así, pero en el momento nos da exactamente igual, porque cuando un@ está enamorad@, ve la vida desde una perspectiva en la que todo es de color de rosa e incluso el mayor traspiés se convierte en una ligera caída entre nubes de algodón. En mi caso trato de no perder el norte y tener siempre los pies en la tierra, pero hay veces que resulta imposible y dejarse llevar puede ser realmente maravilloso, no nos vamos a engañar. El caso es que incluso cuando estoy enamorada siempre pienso que ese estado no va a durar eternamente (es más, dura más bien tirando a poquito), así que la experiencia en este campo (y las tortas que me he dado en él) me han enseñado a comprender que el amor nunca jamás es como lo que vemos en las películas. Y no, no es mejor – en este caso la ficción siempre supera a la realidad – porque por lo general las películas siempre suelen poner «The End» en los momentos más bonitos de las relaciones: cuando termina el verano, cuando te entregan las llaves para comenzar a convivir, cuando dices «Sí, quiero» o situaciones similares. Hasta ese punto, TODAS las relaciones son PERFECTAS (y si la tuya no lo es, te aconsejo que huyas como alma que lleva el diablo, porque estará abocada al más absoluto y doloroso fracaso).

Así que hoy he decidido poneros tres ejemplos de películas románticas que me han hecho llegar a la conclusión de que el amor en el cine es total y absolutamente absurdo si te paras a mirarlo con detalle. Empezaré por una de mis películas preferidas (para que veáis que en el fondo soy una romántica empedernida): Los puentes de Madison.

Los puentes de Madison
Los puentes de Madison

Francesca se queda unos días sola en su casa, sin su marido y sus hijos, y llega al pueblo un fotógrafo (Robert) para hacer un reportaje sobre los puentes de esa zona. Se gustan desde un principio y viven una historia de amor prohibida que ambos saben que terminará el día que regrese la familia de ella. Aún así, Robert le pide a Francesca que lo deje todo para irse con él, pero finalmente ella se queda en su casa de campo y él se marcha para seguir con su vida. Viven enamorados hasta el final de sus días (no vuelven a verse) y deciden que sus cenizas se esparzan en la zona de los puentes.

La película es preciosa, eso es innegable para los que nos encanta este género cinematográfico, pero ese amor resulta maravilloso precisamente porque es prohibido, secreto y sólo dura una semana. Si yo fuese Francesca, también me habría enamorado de Robert, pero, ¿qué habría pasado si ella decide abandonar a su familia por él? Seguramente tendría una depresión de caballo, porque dejar a tus hijos debe ser algo harto complicado que además ellos jamás le habrían perdonado y ella se habría cansado de viajar siguiendo a Robert a sus diferentes aventuras por el mundo adelante, porque eso está muy bien una temporada, pero toda la vida estoy segura de que a cualquier hijo de vecino le termina cansando. Además, si en alguna ocasión él se hubiese ido solo a un safari y yo fuese Francesca, andaría siempre con la mosca detrás de la oreja por si tuviese una amante en cada puerto.

El secreto de este amor reside precisamente en haberlo dejado en el momento álgido de la relación, en el que no se vivió ni un solo «por favor, cambia el rollo de papel higiénico cuando se termine» o «me da igual que la cama se deshaga todos los días, por las mañanas hay que ventilar y dejarla hecha», por poneros algunos ejemplos.

La segunda película que analizaremos, otro clásico entre los romanticones, es «El diario de Noa», que reconozco que yo jamás le he encontrado el punto.

El diario de Noa
El diario de Noa

En una residencia de ancianos, un señor muy simpático y atento lee a una señora con alzheimer una historia de amor escrita en su viejo diario. Es la historia de Noah Calhoun y Allie Nelson, dos jóvenes adolescentes de Carolina del Norte que, a pesar de pertenecer a clases sociales muy diferentes, se enamoran y pasan juntos un verano inolvidable, antes de ser separados, primero por la familia de ella (la madre se portó muy mal, hay que reconocerlo), y más tarde por una guerra.

¿Por qué es bonita esta historia? A mí no me lo preguntéis porque ya os he dicho que no le encuentro el punto a esta película, y la razón es muy sencilla: ¿Qué habría pasado si Noa y Allie se hubiesen intercambiado los papeles? Allie sería pobre, se habría quedado en el pueblo construyendo la casa de los sueños de Noa, alcoholizándose y con la total imposibilidad de mantener una relación con otra persona porque no sería capaz de olvidar al dulce muchacho y él le habría encontrado una sustituta más rápido que deprisa, con la que se comprometería y justo los días antes de la boda decidiría ir a ver a Allie para ver qué siente y valorar la opción de casarse o no. Estoy segura de que en este caso todos habríamos puesto el grito en el cielo, por infiel y jetas.

En la película, Allie de camino a Carolina del Norte seguro que iba pensando «Yo voy hasta allí, veo a Noa y a ver cómo se cuece el tema: si la cosa va bien, yo me acuesto con él y me hago la mejor despedida de soltera de la historia, que total, no se va a enterar nadie. Si veo que me compensa cortar con mi novio rico, pues le dejo plantado con todos los preparativos listos. Si veo que no estoy hecha para vivir en el campo o Noa se ha convertido en un mamarracho, cojo el coche y me vuelvo a la ciudad y que le den viento fresco».

Un consejo que os doy para ver las películas románticas es que intercambiéis siempre los papeles de los protagonistas, porque en ocasiones cambia mucho la historia. ¿Queréis otro ejemplo? Pues ahí va: Amelie.

Amelie
Amelie

Os confieso que yo ADORABA esta película, pero un día un amigo me dio su punto de vista sobre ella y comencé a verla de manera totalmente diferente. Esta es una pequeña sinopsis: Amelie no es una chica como las demás (esto no hace falta que lo jure). A los veintidós años, y tras una vida familiar un tanto extraña, descubre lo que quiere hacer el resto de sus días: arreglar la vida de los demás (o eso es lo que ella piensa). A partir de entonces, inventa toda clase de estrategias para intervenir en los asuntos de los demás: su portera, una estanquera hipocondríaca, o «el hombre de cristal». Entre todas estas historias, se enamora de Nino, un chico más raro que un tomate azul, que trabaja medio día en «el tren del horror» y el otro medio en un sex shop y que colecciona las fotos que la gente va desechando en las cabinas de fotomatón. Ella se obsesiona con él, pero prefiere un encuentro casual a una presentación directa, así que decide intentarlo una y otra vez, pero la cosa se complica en cada oportunidad.

Hagan la prueba, señor@s, e intercambien los papeles de Nino y Amelie. Vale que la película tiene una estética y una banda sonora ideal, pero si Amelie hubiese sido un hombre, y en lugar de Paris hubiese sido, qué sé yo, cualquier barrio normal de cualquier ciudad, con más días lluviosos que soleados, habríamos llamado a la policía más rápido que deprisa. Amelie sólo tiene un nombre (o dos): metiche y acosadora.

No es por nada, pero yo siento que me persiguen de esa manera – y no digamos ya si soy su vecina y entra en mi casa a cambiarme la pasta de dientes por la crema de los pies, que hay que ser mala pécora – y te aseguro que estoy en comisaría poniendo una denuncia que se le cae ese pelo de corte imposible que sólo a ella le queda bien. Pero claro, Amelie es dulce, tierna y su casa parece de muñecas y entonces incluso una perturbada mental como ella puede resultar más entrañable que un gatito jugando con un ovillo de lana.

Y aquí tenéis un breve resumen de por qué no creo en los amores de película. Vale que en la vida real por lo general las relaciones no suelen ser tan emocionantes y con el tiempo descubrirás que casi todas son muy parecidas, pero qué queréis que os diga: yo me quedo con un tipo normal, que se olvide a veces de nuestro aniversario o de cambiar el rollo de papel higiénico, pero que no me vuelva la cabeza del revés y que no me haga levantarme cada mañana como si viviésemos en una atracción de feria. Tranquilidad, señor@s, eso es lo que yo le pido a la vida amorosa, con una gota de picante de cuando en vez (y con eso me conformo). 

 

Un comentario sobre “No creo en los amores de película

  1. Me parto contigo….. jajajjajaja. Eso pienso yo….. toda la vida esperando el gran amor y resulta que al final son todos iguales…. Pues eso, que de vez en cuando sintamos un poquito de picante pero la normalidad tiene también su puntitooo

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