La luz entraba en la habitación formando pequeñas líneas intermitentes sobre la pared. La sábana blanca y desgastada dejaba entrever su cuerpo pálido, enclenque y arrugado, como su rostro, en el que asomaba una pequeña sombra en la zona de la barba. Mientras dormía, le acarició la escasa cabellera canosa que todavía resistía al paso del tiempo y le besó con dulzura la punta de la nariz.
«No me dejes sola, aunque ya no puedas recordarme», le dijo tratando de no despertarle mientras él soñaba con ese día en el que, por primera vez, se besaron frente al mar.
Adriana F. Alcol
Hermoso