Llegué a Malasaña en el año 2012, un momento en el que ya lo más nostálgicos de décadas pasadas decían que la esencia de este barrio se había perdido por completo, pero si os digo la verdad, me parece que por aquel entonces todavía existía un equilibrio entre lo tradicional y lo actual que hacían de este un lugar perfecto para vivir, disfrutar de tu tiempo de ocio o pasear tranquilamente un día entre semana por la mañana.
Por aquel entonces, yo era una recién llegada al barrio y aunque reconozco que estaba embelesada por tanta novedad, viéndolo con perspectiva, lo entiendo perfectamente: El Malasaña de entonces era un barrio que enamoraba a los visitantes y que a los vecinos – aunque de vez en cuando nos riésemos de los barbudos que paseaban con pajaritas comiéndose magdalenas de 3,50 € – nos resultaba un placer vivir en una zona muy cercana a Gran Vía pero que para nosotros era un pequeño pueblo en el que nos dábamos los buenos días con el frutero o la vecina del rellano. Sin duda, me enamoré de Malasaña con razón.
Con el tiempo, términos como hipster, muffin, cupcakes o gentrificación, entre otros que sonaban un tanto despectivos, comenzaron a vincularse con Malasaña y en lugar de identificar este barrio con la música, el arte, la cultura o La Movida, tal y como se había hecho décadas atrás, empezó a asociarse con conceptos mucho más frívolos.

Durante mucho tiempo defendí que cada década en este barrio ha supuesto una manera diferente de verlo y aunque a muchos nos hubiese encantado vivir aquí la década de los ochenta, seguramente por aquel entonces también había vecinos desesperados gritando por la ventana que las siete de la mañana ya no son horas para andar de fiesta o que qué espanto pasear un sábado por la mañana entre latas de cerveza y algún que otro borracho que se había quedado dormido en tu portal. También sé que los noventa no fueron buenos tiempos para Malasaña, que más de uno pagó los excesos de la década pasada y que eran muchas personas las que no se atrevían a volver a casa solas tras una noche de bares con amigos, porque abrir tu portal podía significar encontrarte a alguien dentro en un estado más que cuestionable.
Pero llegaron los 2000 y para muchos (que no todos) el resurgir de Malasaña: gente joven con un cierto poder adquisitivo que se interesaba por vivir en el centro de Madrid, crear sus negocios en el barrio y apostar por fomentar un comercio pequeño, alejado de las grandes superficies y las cadenas de comida rápida. Tal vez este cambio no resultaba del gusto de todo el mundo (como todo en la vida) pero atrajo público, curiosos y los vecinos que resistieron durante años, volvieron a respirar tranquilos paseando por las calles, aunque el ocio nocturno no les dejase dormir del todo bien (esto no ha cambiado desde tiempos inmemoriales): Malasaña era un barrio del que volvía a hablarse y se alababa poder encontrar en él un clásico como el Casa Camacho, un lugar donde encontrar tornillos de todo tipo, una zapatería para arreglar las tapas, pero también una pop up que apostaba por nuevos talentos y diseñadores o una cafetería que de pronto incluyó en su carta los brunch de los que hasta entonces jamás habíamos escuchado hablar salvo en los todo incluidos de las islas Canarias.
Pero desde entonces, y creedme que me duele muchísimo decirlo, esto ha cambiado y no precisamente a mejor. No sabría deciros exactamente a partir de cuándo, yo diría que más o menos a finales de 2015, y aunque muchos tratan de seguir dando luz a este barrio, cada vez hay que hacer un esfuerzo mayor para que destaque, porque la gente está desencantada, y con motivo.
Malasaña está dejando de tener identidad. Esto está sucediendo porque cada vez resulta más complicado vivir en este barrio: arrendadores que suben el precio del alquiler porque saben que los apartamentos vacacionales (hasta el momento tan poco regulados y tan ilegales en Madrid centro) les pueden dar el doble o el triple de ganancias (y sin declarar, la mayoría de las veces); en el mejor de los casos, podrás tener un arrendador que te permita continuar con un alquiler mensual asumible, pero puede que tu edificio se llene de apartamentos que se alquilan por días y lleguen turistas con ganas de disfrutar el barrio al más puro estilo Magaluf, sin respetar el descanso de los vecinos – porque ellos están de vacaciones, sea martes o sábado – maleta va, maleta viene.
Este último año han ido echando el cierre algunos de los bares de toda la vida para ser sustituidos por locales de comida rápida. No estoy en contra de que abran nuevos negocios ni de culpar a los recién llegados de la situación que vive el barrio, porque cada uno aprovecha su oportunidad y debo reconocer que frecuento algunos de los lugares que han abierto hace poco y me gustan, pero el problema viene cuando dejan de ser una opción para convertirse en una imposición: en Malasaña puedes disfrutar de comidas de todo el mundo y que te las preparen en un tupper para no tener que esperar mesa, pero ojo, que si lo que quieres es una caña bien tirada a un precio normal con unas aceitunas o un pincho de tortilla, ahí lo tienes cada vez más complicado. Y sí, puede que el Bar Prado o la Cafetería Dominó no fuesen lo más glamuroso del universo, pero cada mañana cuando paso por la Corredera Alta de San Pablo, caray, cuánto les echo de menos.
Algunos de los negocios que más me gustaban han tenido que decir adiós porque mantenerse en una de las calles más comerciales resulta prohibitivo para un pequeño comercio: adiós a tiendas que apuestan por una moda sostenible, adiós a negocios que traen al barrio productos de calidad e iniciativas vecinales, adiós a quienes quieren instalarse aquí y les piden alquileres de más de 4.500 €. Con situaciones así, dentro de poco solo podremos dar la bienvenida a franquicias (y no creo que tarden demasiado en llegar). Hay quien no se da cuenta de que Malasaña atrae por todo eso que poco a poco se está marchando: si dejamos de tener lugares con identidad, si los sustituimos por negocios que venden cubos de cerveza a 5 €, a ver quién va a querer quedarse en un apartamento vacacional aquí, porque Malasaña va a ser como estar en el centro comercial de Xanadú.

¿Y qué pasa si de repente en tu calle se instala un camello que atemoriza a todo el vecindario? ¿Qué pasa si de repente te asomas a tu corrala y hay una cola como si fuese Doña Manolita para conseguir todo tipo de drogas? ¿Qué pasa si tus hijos ya no pueden jugar en la plaza o en la única zona habilitada para niños porque alguien ha decidido que los columpios son la mejor zona para vomitar o para dormir la mona? ¿Qué pasa si los servicios de limpieza ya no dan abasto con toda la suciedad que deja el ocio nocturno? ¿Qué pasa cuando se convierte en algo habitual encontrarte a alguien tirado en la calle cada día cuando bajas a pasear a tu perro? ¿Qué pasa cuando los gritos o las peleas empiezan a ocupar más espacio en el periódico local que las cosas bonitas que pasan en Malasaña? Pues esto es lo que ha pasado, aunque a muchos de nosotros nos duela reconocerlo.
El barrio está herido, esperemos que no de muerte y que pueda recuperarse, pero siento que Malasaña desde hace décadas vive sus ciclos vitales y ahora le está tocando uno de esos que no resulta nada agradable para quienes vivimos aquí. Seguramente habrá quien lo resista y se agarre con fuerzas a estas calles y posiblemente, dentro de unos cuantos años, tendrá su recompensa y volverá a vivir una época dorada. A esa gente yo le deseo lo mejor, pero siento que mi ciclo como vecina de Malasaña está tocando a su fin. Tal vez no solo sea el barrio, tal vez yo cada día peino más canas y busco más tranquilidad, pero me gustará venir a trabajar aquí, disfrutar del ocio (cuando así lo desee) y poner distancia. Como en toda relación de amor, a veces hay que darse un poco de independencia, ¿no creen?